Una de las mayores preocupaciones de la enseñanza actual debería centrarse en el hecho de que hace años dejó de ser una prioridad leer y escribir correctamente. Dejó de ser una prioridad como lo fue hace al menos 30 o 40 años. Y no solamente escribir y leer sino tener, por cortesía, letra comprensible.
Es posible que los docentes se muestren tolerantes con un escrito (mal llamado "ensayo") plagado de faltas ortográficas y enredos en la argumentación. Acaban "calificando" lo que se dice olvidándose del cómo se dice. Esta actitud le restó importancia a lo que es hoy una calamidad en nuestros sistemas de enseñanza: la sintaxis y la ortografía.
La aparición del computador y la introducción de programas que corrigen faltas ortográficas no fue el origen del problema. Fue una circunstancia tecnológica que lo agravó. Muy pocos se toman la molestia de corregir sus errores en el uso del lenguaje porque serán tolerados por quien lea sus escritos o estos serán corregidos por un programa del ordenador.
Alguna vez escribí que mi generación había sido educada en el respeto a la escritura y la caligrafía correctas. Una falta gramatical tenía la misma gravedad que un mal examen en matemáticas. No puedo precisar la fecha en que se empezó a "joder" la enseñanza de la ortografía o el momento en que a los docentes dejaron de interesarles las señales de tránsito, la respiración y la propiedad en el vestido de las palabras. Supongo que el problema tiene su explicación en los sistemas de enseñanza.Los errores que no se corrigieron en los primeros niveles de enseñanza aparecen patéticamente en los trabajos escritos de los profesionales. Un estudiante universitario que llega a este nivel con serios problemas en su capacidad de exponer correctamente lo que sabe y lo que piensa va a tener obstáculos mucho más serios en la comunicación, incluso en los terrenos de su profesión: escribir mal ensucia la hoja de vida.
Una hermosa costumbre llevaba a maestros y docentes a estimular en clase la consulta de un diccionario de la lengua. De allí surgió tal vez la frase de García Márquez: "El diccionario es la novela de las palabras". Aunque los diccionarios de la lengua castellana son hoy más numerosos y variados y más abierto el criterio con que se incluyen voces de la periferia hispanoamericana -además de deliciosas expresiones "malsonantes"-, no son hoy de consulta obligada.
Pienso que la laxitud con que se tomó el aprendizaje del idioma y sus reglas se parece mucho a la laxitud con que se tomaron asuntos de la ética individual y pública. Un corrupto vendría a ser alguien a quien le importa un carajo la "ortografía" de sus actos.
Tampoco le importa respetar "las señales de tránsito" que advierten sobre los límites de la legalidad.
También se lee mal. Si se hiciera con cuidado, la memoria visual ayudaría a corregir las faltas ortográficas. Se olvida que el lenguaje es, formalmente, un instrumento que condiciona al pensamiento.
Tampoco le importa respetar "las señales de tránsito" que advierten sobre los límites de la legalidad.
También se lee mal. Si se hiciera con cuidado, la memoria visual ayudaría a corregir las faltas ortográficas. Se olvida que el lenguaje es, formalmente, un instrumento que condiciona al pensamiento.
Leen mal quienes pasan por encima del significado de palabras y frases. Podemos comprobarlo en el aún tolerable infierno democrático que ha propiciado Internet: no se lee lo que dice un texto sino lo que creemos que dice. Si se aprende a leer mal, es muy posible que se piense peor.
Ordenar palabras, ordenar ideas no es asunto exclusivo de ilustrados y alfabetizados: la mejor lección la dan las palabras metafóricas de la sabiduría campesina. Pero este es otro asunto: resulta preferible el uso funcional del idioma por parte de personas analfabetas que el mal uso que hacen del mismo los "alfabetizados" a medias.
Óscar Collazos - Columnista de El Tiempo
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